"El sentido de la gloria me había sentado como una bofetada en la cara.
Prisionero, ¡qué humillación!
Durante el año de cautividad en Perusa comprendí que la guerra no era para mí, pero no sabía por qué decidirme.
¿Qué me quedaba, si no quería ser mercader, y las armas, las verdaderas armas, las que hacen brotar sangre, no estaban hechas para mí, que era un soñador?
Aquél año fue triste. La cautividad era pesada, aun cuando mis padres habían logrado, a través de sus amistades en Perusa, hacerme llegar noticias y víveres.
Caí enfermo.
Pasaba los días y las noches pensando; vivía dentro de mí, hundido en el abismo de mi pobre realidad, y me anegaba en la melancolía.
Jamás había estado tan triste. Pienso que mi misma enfermedad era debida en parte a aquella tristeza.
Yo, que más tarde conocí la alegría, la verdadera alegría de vivir, he de decir que entonces sabereé toda la melancolía del jóven que no sabe qué quiere y no toma decisiones.
¡Es algo fatal!
¡Creí asfixiarme!
La carga explosiva de mi vida estaba como encerrada bajo la corteza dura de la duda, de la no-fe, de la no-esperanza, del no-amor.
Debo haber dado tal compasión a los perusinos con mi silencio y con mi mirar sin vida, que llegué a convencerlos de que me dejaran partir para Asís, diciendo tal vez para sus adentros: este pobrecillo no pondrá jamás en peligro nuestra ciudad.
Al volver a Asís, mi madre se apoderó de mí de pies a cabeza; la pobre, con tal de tenerme en casa a su lado, pienso que hasta se sentía contenta de verme enfermo.
Oh, las madres.
Las atenciones de mi madre y el sol de Asís se fueron imponiendo poco a poco y comencé a mejorar.
Cuando comencé a recuperar las fuerzas, noté que estaba cambiado, muy cambiado.
El dolor había ahondado allí donde una mala educación a base de permisividad y debilidad sólo había endurecido el terreno.
Comprendí que la larga enfermedad en el fondo había sido una gracia. Había hecho la función del arado que remueve la tierra, la rompe y hace posible la explosión de la primavera."
Yo, Francisco - C. Carreto
Hoy a la madrugada, casi viendo el amanecer, leía esto como quién hace un relato de su vida.
El Señor dispuesto a abrir mis ojos me reflejaba y me llenaba con su misericordia.
Comprendí nuevamente que no hay desierto que no lleve a encontrarme con el Señor.
Comprendí que el dolor es el arado en mi pobre realidad, para hacer fértil una tierra pisoteada de orgullos y falsas seguridades.
Comprendí nuevamente que el Señor tiene preparado para nosotros cosas mucho mejores que las que pretendemos.
Comprendí que esta cruz también redime.
Y al fin dormí.
Hacia donde me llavará el Señor en esta vida; sólo Él lo sabe.
Pero con la confianza puesta el Él, emprendo de nuevo aquel el camino que dejé.
¡Qué hermosas palabras Sarita!
ResponderEliminarCómo nos llevan a reforzar nuestra confianza en este Cristo que nos ama tanto que nada de lo que pone en nuestro camino es para mal y sólo nos invita a seguir caminando sin solatrle la mano.
Qué hermoso!
Gracias por compartirlas!
Te quiero mucho amiga!!!
Un beso grande!
Amparito